
Hubo una vez en que el peronismo fue el hecho maldito del país burgués. En esa época, sus políticas populistas y distribucionistas y la entrega de derechos sociales y políticos a las clases trabajadoras (sobre todo el derecho a la actividad gremial, la madre pecadora de todo mal), sumados a un discurso anti-sistema, hicieron del peronismo la bestia hereje, el demonio que debía ser exorcizado a toda costa.
Hablamos de un momento histórico en el cual las clases propietarias veían en el peronismo el mecanismo que había permitido que las clases populares se soliviantaran y los miraran de frente, que se resquebrajara el orden social en donde unos mandan y otros obedecen; veían en él, en fin, a un movimiento que quiso alterar el orden natural de las cosas, como diría Claudio Escribano.
(Lo curioso, lo que no se alcanza a explicar, es que Perón se veía a sí mismo como garante de un orden social, tal vez más justo, pero no menos jerárquico. Nunca pudo explicarle a la UIA o la SRA que él se veía como su socio, no su enemigo. Porque en último término, el peronismo fue una fuerza conservadora, no revolucionaria. Sobre esto, una hipótesis: en el capitalismo periférico, importa más la mantención de un sistema de jerarquías sociales materiales y simbólicas que la pura tasa de ganancia.)
Así, durante treinta años la principal preocupación de los grupos propietarios (rurales y empresarios por igual) fue desarmar el dispositivo de poder populista, minar o prohibir su base electoral y, sobre todo, desarmar su “columna vertebral” sindical.
Lo fascinante es que en los noventa, y gracias a Carlos Menem, esto cambió. Menem, luego de ganar una elección con toda la retórica y el mensaje populista, tomó el dispositivo de poder peronista (la capacidad de ganar elecciones, la maquinaria “clientelar”, las roscas con los gobernadores, la disciplina legislativa, la verticalidad sindical) y las puso al servicio de la acumulación capitalista.
Es decir, el peronismo neoliberal (llamado por algunos neopopulismo) dejó de ser el hereje para ser el garante del orden, hoy lo que hoy la literatura llama eufemísticamente “la gobernabilidad.”
Hoy por hoy, podemos ver que los noventa fue en un sentido la edad de oro de la acumulación económica: una época en que un partido de masas, movilizante, fuerte, disciplinante, no actuaba en contra sino a favor de los negocios.
Y hoy vemos que hay muchos que sienten nostalgia de esta matriz económico-política.
Los representantes de los negocios hoy no quieren eliminar el peronismo, quieren volver a tenerlo como herramienta.
(Lo cual nos deja una pregunta acuciante. Si el gobierno kirchnerista no ha alterado las relaciones de fuerzas, ha redistribuido de manera limitada, y ha gobernado en alianza con grupos concentrados, si es, de hecho, es un que no plantea ninguna alternativa a la acumulación capitalista, ¿por qué, entonces, ha sido tan frontal y duramente atacado por esos mismos factores de poder? ¿Qué es lo hereje del kirchnerismo?)
Por eso, la crisis política hoy es, en el fondo, una pelea por el control de esa herramienta que es el PJ. No es el intento de superar ni de destruir al PJ, sino el intento de volver a armar la fórmula neoliberal que tan bien funcionó.
Por esto, la salida a la crisis no será nunca a través del republicanismo de Carrió o la socialdemocracia binnerista. Será a través de una nueva reconfiguración pejotista, encabezada por alguno de los delfines del duhaldismo renacido: De La Sota, Reutemann, Schiaretti. Gente que puede gobernar, que entiende cómo son las cosas, que se presentan como pragmáticos antes que ideológicos. Gente que es activamente impulsada por empresarios, ruralista, y medios.
En definitiva, esta lucha es una lucha por ver quién se queda con el peronismo, ese que, en otro momento, fue el hecho maldito del país burgués.