
Por
La Runfla de Rufianes
Los radicales son -como todos sabemos- un raza distinta de animales políticos. Ellos suelen ser gente bien, con título de Doctor (por lo general) y que usan traje día, tarde y noche. (Un amigo sastre me confesó que los radicales nacían con el traje puesto y les crecía a través de los años como una segunda piel. También me contó que hay algunas especies de UCRs que en el verano se les cae la corbata y allí suelen sentirse humanos; sensación incómoda que mengua cuando se ponen una camperita de descarne o se sientan en algún escritorio).
Allí me puse a sacar cuentas y tomé conciencia que usé traje solo dos veces en mi vida y me quedé pensando en cuantos placeres mundanos y políticos me he perdido por no ser radical.
Está claro que el primero es no haber sido -y jamás poder aspirar ser- decano de alguna facultad o rector de una universidad. Un radical de ley en algún momento de su vida debe ser titular de cátedra, presidente de centro de estudiantes o conciliario docente, sino JAMÁS será visto como un igual por sus correligionarios y probablemente pasará por la vida política sin alcanzar jamás el estrellato tan soñado.
Evidentemente también me he perdido la inigualable experiencia de cantar la Marcha Radical (¿se llamará así?) y haber tenido en mis cuerdas vocales la rítmica poesía del "adelante radicales, adelante sin cesar". Aunque en este punto debo confesar que tampoco he tenido la fortuna de insuflar mi pecho con marcha alguna, ya que mi vida ha estado ligada a una organización sin más marchas que las que se construyen alrededor de las canciones de la tribuna dominguera.
Tampoco he experimentado el extraño placer masoquista de copiar la oratoria de Angeloz, Alfonsín o De la Rúa. No he convocado a los argentinos a gestas milagrosas o a economías de guerra. No he tenido vocación de martir o de ciudadano ilustre. No he llenado mi boca con la austeridad de Illia y llenado mis bolsillos con la rapidez de Medina Allende.
Jamás he hecho con éxito, el papel de "hombre atribulado" o de sujeto atrapado por las circunstancias para conseguir el aplauso de los giles y de los medios. Jamás en mi vida se me podría ocurrir en mi limitada cabeza meter en un mismo párrafo la ley de hidrocarburos y la de los vinos espumantes, para justificar mi volubilidad y oportunismo. Pero no me caben dudas que cuando se consigue el éxito buscado, se debe sentir un placer especial, el mismo que inunda a un actor, cuando logra que su platea se conmueva frente a una ficción.
No soy, como los radicales por definición, un hombre probo, ni aparento serlo. Y eso, por suerte, me salva de entender a un tipo como Cobos.